Había un perro bajo la cama · Eduardo Cerdán
Había un perro bajo la cama (Nitro/Press, 2022), de Eduardo Cerdán, reúne diez historias que reflejan un cierto estilo de vida clasemediero de la CDMX y alrededores con una mirada irónica y desencantada. Mediante tramas directas, concisas y mordaces, el autor crea un imaginario de personajes capaces de enternecer o fascinarnos por sus vacíos existenciales.
< evolución >
Quién sabe si he evolucionado o si sólo he ido cambiando de asiento, probando lugares, como cuando llegabas temprano a la escuela y tenías el salón a tu disposición. En mis primeros dos libros agrupé cuentos que había escrito por separado, uno por uno, sin un plan ulterior, y en los que luego hallé elementos que, según yo, los unificaban de manera muy evidente. En el primero fueron las atmósferas; en el segundo, los personajes niños o infantilizados. Había un perro bajo la cama es el primer proyecto que escribí con la idea de lograr un todo, como si los protagonistas habitaran el mismo universo: mientras éste hace eso en Xalapa, aquél vive esto otro en CDMX y aquella pareja está viajando por carretera. Algunos nombres u objetos se repiten a lo largo del volumen, además. En general hablo de personajes solitarios, con muchas opiniones sobre los demás —pero sin autocrítica—, y con vidas ordinarias que se sacuden de pronto. Pero incluso esos sacudimientos son contenidos, de un orden casi hogareño. Para mí fue un reto hacer esto porque yo venía de escribir cuentos fantásticos, violentos, y acá me proponía conseguir relatos realistas y cotidianos. No lo logré del todo, porque lo extraño se cuela en un par de cuentos, pero definitivamente percibí un cambio. Además, cuando escribía estos textos me pasó algo distinto: empezaba pensando en la forma y luego, a partir de las tramas que tenía en mis notas, elegía cuál era la que mejor le quedaba a ese contenedor.
< concepto >
Un reseñista escribió hace poco que los perros son propensos al cliché. Me dio risa el apunte, porque un perro no es un personaje tipo. Hay, en cambio, circunstancias —muchas de ellas muy trágicas— que por desgracia se repiten en las vidas de los animales, pero eso es otro asunto. Ahora: sobre la conceptualización del libro, lo curioso es que al inicio no planeé que tuviera perros. En el proyecto de la beca con la que escribí Había un perro bajo la cama, dije que quería hablar de esos personajes solitarios que mencionaba: parias, gente que roza la locura, hombres que "no lo son tanto" y provocan cejas alzadas. Los perros vinieron después, justamente para contrapuntear lo pesado de los protagonistas y sus mundos interiores. Necesitaba que convivieran con otras conciencias, animales o humanas. De hecho los cuentos que se centran en perros son sólo cuatro, la minoría. En los seis relatos restantes sí hay personajes caninos, pero apenas como presencias orbitales: a veces ni siquiera están los perros en sí, sino sus aullidos o sus desechos en la calle.
< proceso >
En 2018 empecé a hacer algunos apuntes para este libro, gérmenes de historias, pero no lograba escribir nada. Ese año y el inicio de 2019 fueron de esterilidad y angustia: tenía varios trabajos y en todos me pagaban muy mal, vivía en menos de 10 m2, me costaba llegar a fin de mes y estaba deprimidísimo. Fue hasta 2020, y sobre todo en 2021 —gracias a la beca y al acompañamiento de Víctor Hugo Vásquez Rentería—, que pude concentrarme en esas historias que había boceteado en los años anteriores. Ya luego vino la reescritura, el palimpsesto y el acomodo, procesos que se extendieron hasta bien entrado el 2022.
< poesía >
La poesía me importa muchísimo porque es un género muy cercano al cuento. Es fácil, me parece, que en la ficción breve se filtren recursos poéticos. Eso es lo que ocurre en mi caso: no se cuela la poesía en sí, sino ciertos recursos de ella. El ritmo me obsesiona: siempre hago que Siri me lea en voz alta lo que escribo, mil veces, justamente para captar y pulir el ritmo, y en el último texto de mi libro más reciente —por poner un ejemplo más concreto— la narración opera a través de imágenes. Los títulos que he publicado tienen epígrafes de la poeta Wisława Szymborska —mi diosa personal— porque me deslumbra su inteligencia, su humor, los fragmentos de la vida que le interesan y los seres sobre los que habla en sus textos: poemas y ensayos que en general son breves. Hay otros epígrafes en Había un perro bajo la cama (Silvina Ocampo, Donna Haraway, Margaret Atwood) que están ahí no tanto —o no sólo— por afinidad estética, sino porque se refieren a lo que me interesó indagar en mis cuentos: la vergüenza que atañe a "lo masculino" —ese extraño constructo— y las relaciones interespecie.
< genealogía >
Pienso que lo que escribo le debe mucho, por un lado, al español que se habla en el sur de Veracruz, porque mi familia paterna proviene de allá y tiene un gran repertorio de historias truculentas, con aparecidos y humor y mentadas de madre. Por otro lado le debo muchísimo a la tradición de mi ciudad, Xalapa, que es muy rica para ser un lugar tan pequeño: ahí murieron Emilio Carballido y Sergio Pitol; ahí nacieron el cuento mexicano moderno (gracias a Roa Bárcena), el estridentismo, Sergio Galindo y sus proyectos editoriales donde —a través de la Universidad Veracruzana— publicó a grandes voces latinoamericanas del siglo XX (Garro y García Márquez, por ejemplo) antes de que se volvieran famosísimas.
En el plano libresco, si tuviera que inventarme una genealogía propia con nombres mexicanos, empezaría con el gótico veracruzano: el mismo Sergio Galindo —nomás por sus novelas— o Pitol —por sus primeros cuentos tropicales—, pero también autoras en plena producción como Norma Lazo, Magali Velasco o Fernanda Melchor. Luego iría hacia atrás, hacia escritoras del Medio Siglo que incluso he estudiado desde la academia: Dueñas, Dávila, Garro, Arredondo, Adela Fernández, Beatriz Espejo... Leer sus obras siniestras fue una experiencia fundacional: me parecía que me daban permiso, que me decían "sí se vale hacer esto". También he vivido algo así al enfrentarme con la ternura extrañamente despiadada de Lucia Berlin, el deep south de Carson McCullers y Flannery O’Connor, lo alucinado erótico de Marosa DiGiorgio, o con el humor cínico de Enrique Serna, Rosa Beltrán y Ana García Bergua, para mencionar nombres vivísimos de México—, con los alcances crueles y mordaces de Liliana Blum o con la complejidad formal que ha logrado Eduardo Antonio Parra en varios relatos de largo aliento.
< relatos >
Cuando pienso en mis cuentos favoritos recuerdo el prodigioso Kashtanka de Chéjov, una historia entrañable con una técnica genial: un narrador que se acerca demasiado a la mente de una perrita, pero sin humanizarla y —por fortuna— sin inventarle una voz. Amo Carta a una aprendiz de cuentos, de Guadalupe Dueñas, y Point of View, de Lucia Berlin, porque son joyas de la mise en abyme: el cuento dentro del cuento. Neighbors y What Is It?, de Raymond Carver, me encantan por su prosa desnuda —medio atropellada—, el voyerismo que destilan y sobre todo por sus finales abruptos —casi anticlimáticos— que nunca muestran lo tremendo: sólo sugieren los hechos terribles. Leche, de Marina Perezagua, también me parece un gran cuento porque su anécdota es una de las más perturbadoras —si no la más— que he leído.
< diferenciales >
Mientras escribo sí estoy al tanto de mis obsesiones, mis recurrencias, pero procuro cambiar de lugar constantemente. Si al principio exploraba la violencia cruda y lo fantástico —pongamos por caso—, ahora busco fijarme en lo patético que raya con lo grotesco, por ejemplo. Allí también hay violencia y también ocurre lo inusual, pero quizá con más sutileza. Ahora estoy escribiendo mi primera novela con el apoyo de otra beca y sigo probando formas de narrar, esta vez con una estructura porosa. No sé si vaya a lograrlo, la verdad, pero en ésas ando.
< aprendizaje >
La licenciatura y la maestría que estudié me han ordenado las lecturas de distintas tradiciones, eso está muy bien y lo agradezco. Pero editar a otras autoras, a otros autores, ha sido mi mayor y mejor escuela: en proyectos autogestivos, en sellos trasnacionales y en revistas y libros de la UNAM. Pienso que la médula, la verdadera carpintería literaria, bulle justamente ahí, en un proceso editorial bien llevado. Los talleres también tienen mucho de edición, por supuesto. Lo he vivido al tomarlos, al impartirlos, y también ahora que trabajo en la coordinación del diplomado en escritura creativa que se imparte en Literatura UNAM. Me he dado cuenta de que quien mejor tallerea es porque tiene a un gran editor dentro.
< contexto >
No me etiqueto a mí mismo porque lo que he escrito hasta ahora visita varios subgéneros narrativos (aunque no me lo haya propuesto): cuento cruel, weird, terror, algo de noir... Cuando publiqué Los niños volvieron de noche, por ejemplo, vacilé sobre incluir un texto híbrido que tiene mucho de cuento, pero también de ensayo y de crónica. Al final sí me atreví y me siento cómodo con la decisión. Ese texto en específico ha generado posturas opuestas: ha sido el típico "ése podrían saltárselo" de algunas personas, pero también el favorito absoluto de lectores con perfiles muy disímiles: desde adolescentes de 16 hasta colegas que nacieron en los setenta u ochenta. En fin. La recepción y la crítica —cuando estás escribiendo o cuando ya publicaste un libro— son temas complejos, algo desconcertantes a veces, pero que me fascinan. Si escribir es el oficio que elegiste y entiendes pronto que no pasará nada si hoy mismo dejas de producir, que si te retiras de la literatura todo continuará igual —saldrán más Trumps o Mileis y la Tierra seguirá encaminándose a su fin—; si de veras lo entiendes y lo asumes, la escritura —todo lo que la rodea— se vuelve todavía más gozosa, relajada, y los diálogos con quienes te leen siempre tienen algo de milagroso, porque te dedicaron tiempo en esta época enloquecida.
< nitro/press >
El capitalismo y el ambiente literario —con los concursos para conseguir becas o premios— promueven la competencia, pero yo no veo la escritura en esos términos. Tampoco me interesa institucionalizarme de más a la hora de escribir. Por ejemplo: ninguno de mis libros ha llegado a las 80 páginas en Word, que es el mínimo estándar en los concursos para libros de cuentos. Si pienso que ya conté lo que quería y no alcancé las 80 páginas, no voy a sacarme más textos de la manga sólo para cumplir con las bases de convocatorias que no se actualizan desde hace mucho tiempo. Por eso he optado por el camino del dictamen editorial (salvo con mi primer libro, publicado por invitación de José Homero cuando él era editor en el gobierno de Xalapa). Iniciar una carrera de cuentista es difícil justamente porque eres novel y no un "autor-marca", como dicen en las agencias literarias. Por eso Nitro/Press ha significado un espaldarazo increíble para mí: porque se arriesga, siempre ha apostado por el cuento y ahora apuesta por mi escritura. Además, Mauricio Bares y Lilia Barajas —los directores del sello— han encontrado a grandes cómplices para coeditar mis libros: Antonio Ramos Revillas, de la Universidad Autónoma de Nuevo León, y Antonio Bonilla e Iris García, del Instituto Veracruzano de la Cultura. Llegué a Nitro/Press por suerte, sólo porque la escritora juarense Elpidia García me invitó a una antología de cuentos que —sin haberlo previsto— terminó por publicarse allí. Así conocí a Mauricio y Lilia: por azar. Antes ni siquiera los había visto, aunque claro que sabía que ellos curaban ese catálogo que admiro muchísimo y que, producido por dos personas nada más, se distribuye muy bien en librerías y ferias del país. Cuando leí en su sello textos que amé —la edición conmemorativa de la reina Amparo Dávila, la novela que le editaron a Gabriela Cabezón Cámara o varios cuentos de las antologías Lados B—, no me imaginaba que yo terminaría publicando allí. Otro milagro.
entrevista + edición: chris núñez
foto de portada e interiores: cortesía del autor